Nació en un pueblo donde el sol
llueve su lluvia de hidromiel,
donde los trenes desde el riel
manchan con humo el arrebol
y la naranja es un farol
que multiplica luz frutal
y en que la abeja colosal
trota los aires con pasión
para guardar en un cajón
rubios misterios de cristal.
Fue un largo invierno su niñez:
hambre y distancias que borrar
con los cuadernos de escolar
y las heridas en los pies,
peregrinar de cuando en vez,
más y más lejos del hogar
sin un madero que quemar,
sin una mano que coger,
sin una luz que defender
pero una llaga que cerrar.
Así creció la compañera,
–áspera llama combatida–,
siempre golpeada y ofendida
por una ráfaga de cera,
la compañera.
Se la tragó la gran ciudad
con tanta ropa que lavar,
con tanta leña que cortar,
con tanta gris necesidad.
Hizo trabajo de verdad:
sirvió en la mesa del gandul,
cosió en un siglo un traje azul,
estuvo un día sin bordar
y guardó el tiempo de soñar
en lo más hondo del baúl.
Entonces vio la compañera
que había un mundo que cambiar;
que era preciso batallar
en busca de la primavera
y con revuelta cabellera
y con dos manos desgarradas
se confundió en la marejada
que destrozaba los cimientos
del viejo mundo descontento,
para hacer limpia la alborada.
Así luchó la compañera
–áspera llama combatida–,
siempre golpeada y ofendida
por una ráfaga de cera,
la compañera.
Con mano roja desplomó
piedra por piedra la pared,
fue interminable como red,
fue una bandera que flameó,
fue una leona que atacó,
fue cama dulce y fue pañuelo,
fue vigilante en el desvelo,
fue brazo y trueno combatiente,
hasta que un tiro –simplemente–,
cubrió su corazón con hielo.
Así cayó la compañera,
condecorada por su herida,
la más hermosa, la elegida,
bajo la piel de las banderas,
la compañera.
llueve su lluvia de hidromiel,
donde los trenes desde el riel
manchan con humo el arrebol
y la naranja es un farol
que multiplica luz frutal
y en que la abeja colosal
trota los aires con pasión
para guardar en un cajón
rubios misterios de cristal.
Fue un largo invierno su niñez:
hambre y distancias que borrar
con los cuadernos de escolar
y las heridas en los pies,
peregrinar de cuando en vez,
más y más lejos del hogar
sin un madero que quemar,
sin una mano que coger,
sin una luz que defender
pero una llaga que cerrar.
Así creció la compañera,
–áspera llama combatida–,
siempre golpeada y ofendida
por una ráfaga de cera,
la compañera.
Se la tragó la gran ciudad
con tanta ropa que lavar,
con tanta leña que cortar,
con tanta gris necesidad.
Hizo trabajo de verdad:
sirvió en la mesa del gandul,
cosió en un siglo un traje azul,
estuvo un día sin bordar
y guardó el tiempo de soñar
en lo más hondo del baúl.
Entonces vio la compañera
que había un mundo que cambiar;
que era preciso batallar
en busca de la primavera
y con revuelta cabellera
y con dos manos desgarradas
se confundió en la marejada
que destrozaba los cimientos
del viejo mundo descontento,
para hacer limpia la alborada.
Así luchó la compañera
–áspera llama combatida–,
siempre golpeada y ofendida
por una ráfaga de cera,
la compañera.
Con mano roja desplomó
piedra por piedra la pared,
fue interminable como red,
fue una bandera que flameó,
fue una leona que atacó,
fue cama dulce y fue pañuelo,
fue vigilante en el desvelo,
fue brazo y trueno combatiente,
hasta que un tiro –simplemente–,
cubrió su corazón con hielo.
Así cayó la compañera,
condecorada por su herida,
la más hermosa, la elegida,
bajo la piel de las banderas,
la compañera.
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